“¡A por David!”, gritan al unísono antes de abalanzarse sobre su víctima. David logra escabullirse y sale corriendo del comedor, pero en seguida es acorralado en una esquina. Mientras tres de ellos lo sujetan por la espalda, los otros cuatro le propinan puñetazos y patadas. Los agresores tienen 8 años y acaban de formar su primer equipo de Fortnite en vivo.
David tiene suerte y uno de los profesores que está cuidando el patio se da cuenta de que lo que ocurre y acude en su ayuda. El niño tiene el cuerpo amoratado y le cuesta respirar. David no juega al Fortnite en casa porque sus padres no le dejan, siempre dicen que es demasiado pequeño y que es un juego muy violento, pero algunos de sus compañeros “se han puesto finos” a jugar durante el confinamiento. Y ahora no distinguen la realidad de la ficción.
Y no es la primera vez que estos chicos agreden a David. Ya le han cazado alguna otra vez. Saben que es una víctima ideal, porque los padres de David le han enseñado a gestionar sus emociones y a resolver sus conflictos sin usar la violencia. Gracias a estos críos cada vez que llega la hora de ir al colegio, David se echa a llorar y dice que no tiene amigos.
Podría deducirse al escuchar la historia de David que la culpa es de los videojuegos porque generan violencia entre los niños, algo que muchos estudios niegan hoy en día, pero la verdadera raíz del problema es mucho más honda y no puede solucionarse apretando un simple botón. Tras el incidente con David, solo una de las madres de los niños agresores se disculpó ante sus padres. El resto escurrió el bulto. “A mí no me digas nada…si ha ocurrido en el colegio es responsabilidad del colegio”, afirma uno. “Yo a mi hijo le digo…que si le empujan…que empuje él también”, contesta otro.
Ojalá esta historia fuera pura ficción.
Ojalá David fuera sólo un personaje inventado en un mundo imaginario.
Ojalá algún día todos los padres educaran a sus hijos en valores.
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